EL BOCHA


Jamás olvidaré mientras viva el día en que conocí a Alvin C. Hass. Fue en 1991. El interno que nos presentó en el curso de la prisión, no mencionó ese nombre, por cierto. Presentó a Alvin llamándolo “El Bocha”. De inmediato me sentí incómodo por ese apodo. Ese hombre alto, de hablar suave, me dio la mano sin mirar siquiera.
Huega decir que el Bocha era calvo. El poco pelo que tenía a los costados le llegaba hasta más debajo de los hombros. Yo tenía la sensación de que lo miraba demasiado, de modo que hacía esfuerzos por apartar la vista. Es que tenía un gran tatuaje (bastante intimidatorio) en medio de la calva, un par de alas de Harley Davidson que la cubría por completo.
En mi papel de maestro siempre trato de mantener una excelente compostura en momentos de tensión; así superé aquel primer día. Al terminar la clase, el Bocha me deslizó una nota camino a la puerta. “Dios mío – pensé-. Querrá decirme que si no le pongo buenas notas me hará enderezar por sus compinches “Harley” o algo parecido.” Poco más tarde tuve la oportunidad de leer la nota. Decía: “Profe –siempre me llamó así-, el desayuno es una comida muy importante. ¡Si no llega a tiempo tendrá grandes problemas! Bocha, el hippie montañés.”
En el transcurso de varios meses, el Bocha completó una serie de seis clases conmigo. Era un alumno excelente, que rara vez hablaba. Sin embargo, casi todos los día me entregaba una nota con algún refrán, un bocadillo, una anécdota o algún consejo sabio para la vida. Yo esperaba esas notas con interés. Si por casualidad no me las entregaba, me llevaba una desilusión. Las conservo hasta el día de hoy.
El Bocha y yo concordábamos bien. Yo estaba seguro de que él entendía cuanto yo enseñaba. Estábamos conectados.
Al finalizar el curso, cada alumno recibía su certificado. El Bocha se había desempeñado de un modo excelente durante todo el período, por lo que le dí nsu diploma con entusiasmo.
Estábamos solos cuando se lo entregué. Le estreché la mano. Asegurándole que había sido un placer tenerlo en mis clases y que apreciaba su aplicación, su asistencia perfecta y su actitud positiva. Su respuesta me quedó grabada, como una profunda impresión. Con su característico tono suave, el Bocha dijo: “Gracias, Larry. Entre todos los maestros de mi vida, eres el primero en decirme que hice algo bien.”
Me alejé dominando la emoción. Apenas podía contener las lágrimas al pensar que, en todos sus años formativos, al bocha nadie lo había elogiado por hacer algo bien.
Bueno, yo soy de la vieja escuela. Me crié en un ambiente conservador; creo que los criminales deben pagar por el mal cometido y rendir cuantas a la sociedad. Sin embargo, varias veces me he preguntado: ¿”Puede ser, por casualidad, aunque sea por casualidad, que el Bocha haya terminado en la cárcel por no haber oído nunca un Te felicito, un Estuviste muy bien”?.
La experiencia de ese momento me inculcó la voluntad de elogiar siempre, de manera positiva, a todo alumno que hiciera algo bien.
Gracias, Bocha, por decirme que yo también hice algo destacado.

Texto de Larry Terherst

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